lunes, 10 de mayo de 2010

Todo lo que me han robado

Jamás creí que se lo fuesen a robar. No es que diera pena o que pareciera un pedazo de óxido con llantas, pero es que era tan gris, cuadradito, desprovisto de gracia, tan parecido a mí, que lo que menos se me hubiera ocurrido es que fuese una tentación para un despreciable caco. Pero pasó, me lo robaron.

Cuando salí del colegio de mis hijos ya no estaba allí, en la esquina del parque, en el cruce de “Los Ingenieros” con “Los Mecánicos”, a la vista de serenos en bicicleta, jardineros a pie y vigilantes sentados, donde lo dejé solito, indefenso, confiado en que habían otros más bonitos, más nuevos, más lujosos, cerca de él. Se llevaron a mi Sentrita, y con él, también a las últimas gotas de confianza en la bondad humana que me quedaban.

Se lo llevaron, quién sabe con qué terribles intenciones. Probablemente en este momento esté con un antifaz y placas falsas, esperando con el motor en marcha a un grupo de delincuentes que le están desgraciando la vida a alguien.

Debe estar tremendamente avergonzado, él, tan acostumbrado a tareas nobles como llevar a mis hijos al cole, a mi familia al club, a hacer las compras del “super” y a pasearnos los fines de semana. Pero, sobre todo, a llevarme a trabajar oportuna y puntualmente a cambio de algunos galones de barata gasolina de 90 octanos y su cambio de aceite cada 5,000 kilómetros. ¡Justo esta semana íbamos a comprarle llantas nuevas!

De repente ya ni esté en una sola pieza. Tal vez haya sido descuartizado para repartir su alma fiel de auto clasemediero e insuflar decencia a muchos vehículos innobles, contaminantes, violadores, asesinos de perros, gatos y viejitas lentas. Tal vez haya muerto desangrado, con las “vísceras” al aire, orgulloso de su batería, bujías y bombillas alemanas, de sus cables importados y de sus jebes enteritos y limpios.

Conociéndolo, como sólo yo lo conozco, debe haber preferido el descuartizamiento, antes que ser de utilidad a un vil atraco. No he conocido auto más cumplidor, discreto y decente que mi poderoso Nissan Sentra del 92. Nunca fallaba entre semana. Se aguantaba hasta el sábado, si es que no había otros planes apremiantes.

Tal vez lo que más le haya dolido sea que le arranquen a la mala y sin piedad lo único caro y lujoso que poseía: su equipo de sonido. Debe extrañar los deditos de Fátima o Gabriel buscando sus canciones favoritas o la poderosa y clara voz que sus parlantes le permitían tener. Ahora debe haber sólo orificios vacíos de familaridad y de calidez. Ojalá, por lo menos, le hayan dejado sus limpiaparabrisas para secar sus lágrimas azules que, como dice Fátima, lloran de abajo para arriba.

No son pocas las cosas que me han robado en la vida. Felizmente no tengo apego a mis (pocas) posesiones materiales. Las cuido y valoro cuando están. Luego, si no están, no las extraño. Pero hay cosas a las que el uso constante, la gratitud a su utilidad, o las personas que te las obsequian, les confieren ánima. Entre éstas estaba mi Sentrita, camuflado tras un loguito de Sunny.

Recuerdo un reloj que me regaló mi tío Quique, muy caro y fino para un universitario que se transportaba en buses y combis al principio de los 90´s. También recuerdo una colonia que, con mucho esfuerzo, me obsequiaron mis padres en mi cumpleaños número 14, cuando estaba internado en el colegio militar. Demasiado francesa para un “perro”.

Tampoco olvido la Mont Blanc que me obsequió mi tía Betty el día en que empecé a trabajar en periodismo y que “alguien” consideró demasiado ostentosa para un simple y oscuro practicante.

En fin, todas esas eran posesiones disonantes conmigo: costosas, finas, glamorosas, ostentosas. Mi auto no. Necesariamente había que manejarlo para saber que era un gran auto. A simple vista era sólo un carro viejo. Por eso me desconcierta tanto que se lo hayan llevado, que hayan violentado la misma puerta que tanta seguridad nos brindaba en ocasiones peligrosas y nos haya dejado tristes y sin la comodidad que pródigamente nos obsequiaba.

¿El apunte estratégico de hoy? Aquí va: he aprendido, a la fuerza, y una vez más, que el exceso de confianza es peor que la desconfianza total. La segunda te puede llevar a perder oportunidades que te permitan mejorar, crecer y liderar; pero, la primera, te puede llevar a perder incluso aquello que te permite ser quien eres.