martes, 6 de julio de 2010

De chocolatadas y milkshakes

¿Qué te pasa, monse? ¿Ya te enteraste de que Maribel Velarde no es virgen?– le dije por todo saludo. Como no me contestó, lo alenté con una amical y sonora colleja. Todos los que estaban en "El Grifo" se asustaron, pero él no dijo nada. Debí haberme dado cuenta de que estaba triste. Era obvio: tomaba un milkshake en vez de una chela. Tristeza y licor, mala combinación, suele decir siempre. Por eso, cuando Pepe está triste, toma o come cosas dulces, para compensar la amargura, brother.

Conozco a Pepe desde el kinder, cuando él tenía tres y yo cuatro años. Él iba en el salón de mi hermano Carlos, pero como la amistad no es cuestión de edad, sino de empatía, al toque nos hicimos secuaces, inseparables, brothers. En realidad, era como el quinto hermano de mi familia porque pasaba más tiempo en mi casa que en la suya, debe ser porque es hijo único.

Los papás de Pepe son buenas personas y, aunque él lo haya puesto en duda innumerables veces, están dispuestos a dar todo lo que tienen, y más, por él. Pasa que no todos somos tan cariñosos y los hijos, a veces, nos superan en expectativas. Todo estaba bien, menos los golpes y las amenazas, pero a los padres no se les juzga brother, hay otros niños que ni eso tienen, un buen correazo para saber que se preocupan por uno, ¿no es cierto? Supongo, Pepe.

Mi brother fue un niño muy atareado. La mayor parte de su tiempo la dedicaba a solucionar problemas o a evitar castigos. El resto, simplemente a provocarlos. Es una pena que sus padres y nuestros profesores hayan tenido tan poca paciencia, tan poca alegría para saber apreciar, más allá de los estropicios, la genialidad de su imaginación, la frescura de su creatividad. Además, nunca nadie salió herido por sus travesuras. Sólo él.

Una afición que Pepe y yo compartimos es la de poner apodos. Pero debo reconocerlo, él es más certero en este deporte. Donde pone el ojo, pone la chapa. A mí me sale una que otra, a él le ligan todas. A nuestro amigo Martín, que tiene unos incisivos enormes le puso Bugs; al viejito parapléjico de la bodega, le puso Don Veloz; a una amiga muy “desprendida” le puso la Calzón Alegre; a Quique, que casi no movía la boca para hablar, le puso Pujitos; y, a nuestro amigo Toño, que es muy tímido y melindroso, le puso Togay.

Es que Pepe tiene lleca, tiene esquina, él no fue un palomilla de ventana, él se animó a salir, a buscar a la mancha, a hacer chacota, a mataperrear. Por eso habla así, con quimba, con sazón, con ají. Por eso nunca pudo dejar de decir “hayga”, “puchicana”, “masca”, “dentra” y otras perlas que delatan su apego por la cultura combi. Eso es precisamente lo que hace difícil entender cuándo está triste, molesto, preocupado o feliz. Siempre usa palabras o frases que más parecen carcajadas.

Pepe es valiente, pero más que eso, leal. Prefiere salir mal parado de una a tener que echar de cabeza a los amigos y mucho menos a nosotros, sus hermanos. Siempre está dispuesto a escuchar y, aunque no pueda hacer mucho por solucionar las tribulaciones de la vida de sus patas, piensa que a las penas hay que remojarlas en chocolatadas o milkshakes de fresas, para poder pasarlas.

Incluso una vez, por no delatarme, asumió en silencio una azotaina que, de haber sido para mí, no habría pasado de una fuerte llamada de atención. Y él lo sabía. Pero así es Pepe, tiene códigos que él crea, norma y respeta. Por todo eso es que me jode no haberlo entendido, no comprender que lo único que esperaba esa vez era que lo escuche, que lo acompañe.

Cuando éramos más jóvenes, e íbamos creciendo, y la vida nos sobraba, como las propinas para la gasolina, los puchos o las chelas, siempre decía que todo eso acabaría el día en que alguno de nosotros se case. El día en que te cases brother, ya fuimos. Te visitaré para tu cumpleaños, o el de tus hijos, nada más, porque para un matrimonio no hay nada peor que los amigos metiches, decía. Y lo cumplió, con holgura. Sin embargo, creo que este largo silencio, más que a ese código, se debe a la forma en que reaccioné ante su peculiar manera de demostrar vulnerabilidad.

Pepe siempre dijo que era poco probable que él se case porque, si no lo hacía con Katya, no se casaría jamás. Es que Katya es tan bonita, como creída; y, Pepe siempre le gustó tanto, como un enema de cicuta. Fiel al castigo, por toda una vida, se puso al tiro de los desplantes, indirectas y recontradirectas de Katya. Incluso estudió, y hasta se graduó, en Administración de Empresas para estar cerca de ella, y ni así. No obstante, esto nunca fue motivo de tristeza, ni de pesimismo, ya va a caer, brother, ya verás. Sí, Pepe, te creo.

Pero esa vez me llamó a casa de mis viejos y me preguntó si estaba ocupado. Le dije que no y me dijo te espero en “El Grifo”, para conversar un rato. Nada en su voz, ni en su tono, delataba que estuviese triste. Ya digo, Pepe no habla, se carcajea. Entonces me senté frente a él y le pregunté, qué pasa, brother. Él me miró y se limpió la fresa del bigote y me dijo pucha brother, me he enterado de que el imbécil de Max se la está atorando a mi Katya. Y yo explosioné de risa, a borbotones, tanto que lo bañé de chela.

¿De qué te ríes, huevón? Te abro mi corazón y tú te cagas de risa. Mejor hubiera llamado a Bugs para contarle, me gritó. Y yo, sorry brother, pero es que me lo cuentas como si fuese un chiste. Se paró en una, voló a la caja a pagar y se fue sin siquiera despedirse. Pasaron algunos días y, cuando me lo encontré por su casa, me volvió a hablar en su tono habitual. Le pedí que me disculpe, y le dije que no debí haberme reído; y él, no pasa nada huevón, ya fue.

Pero creo que sí pasó porque no volvimos a vernos sino hasta medio año después, en mi despedida de soltero y al día siguiente, en mi matrimonio. Luego de ocho meses me visitó por mi cumpleaños y, en los cuatro sucesivos, sólo me llamó por teléfono. Es que Pepe puede hablar mal pero entiende muy bien que la dignidad no reside en nuestros logros, ni en nuestras maneras, sino en saber que realmente tenemos lo que merecemos. Y creo que intuye, como yo, que no merezco una amistad tan buena y leal, como la suya.

El apunte estratégico de hoy: A las personas hay que escucharlas y procurar entenderlas desde sus códigos y circunstancias, no desde las nuestras. Muchas veces en la vida asumimos las cosas a partir de nuestra subjetividad y la forma en que la expresamos. El mundo está lleno de ciegos y sordos que pueden ver y oír, pero que no pueden mirar a los ojos de la gente a la que dicen valorar; y, escucharlas, de verdad, con el corazón.

sábado, 19 de junio de 2010

En sus manos, literalmente

El apunte estratégico de hoy, directo a la vena: No hay cliente chico, ni menos importante. Todos, hasta el más tacaño y errático, merecen trato especial, atención esmerada e, invariablemente, comprensión de sus necesidades y exigencias. Porque en este mundo, pequeño como un pañuelo, más temprano que tarde, el futuro de cualquier emprendimiento, o el de cualquier emprendedor, estará en las manos de sus clientes. Literalmente.

En 1989 el mundo cambió para siempre. En realidad pasa todo el tiempo pero ese año fue especial: cayó el Muro de Berlín, se produjo la revuelta de la plaza de Tiananmen, biólogos italianos descubrieron el mecanismo para crear animales transgénicos, se creó el Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC), le dieron el Nobel de la Paz al Dalái Lama y se lanzó la primera emisión mundial de Los Simpson.

En diciembre de ese año el Perú agonizaba en las manos de un flaco y antiimperalista Alan García, ocupado durante los últimos días de su primer desgobierno, en justificar el antimodelo económico que nos llevó al desastre total. Pero a mis amigos y a mí, lo único que nos interesaba realmente era a quién íbamos a llevar a nuestra fiesta de promoción.

Para nosotros, lujuriosos adolescentes, encerrados por voluntad propia entre los cuatro muros del Colegio Militar, lo más importante era saber, más allá de quién era el más fuerte, quién era el más inteligente o quién la tenía más larga, quién llevaría a la chica más bonita y apetecible de la fiesta. ¿Qué esperan? Teníamos 16 años y usábamos uniforme militar. No éramos precisamente los Little Einstein.

En esos días soleados, los más agitados estábamos empeñados en planificar la estrategia para dejar las “manualidades” en el olvido y botar al fin esos solidarios y pringosos afiches de Bélgica Rodas y Clarita Castaña de los muros de las cuadras. Esa noche íbamos a dejar de tajar el lápiz. ¡Esa noche empezaríamos a dibujar!

Precisamente por eso es que la elección de la pareja de promoción era tan difícil. La chica no sólo debía ser linda, también debía estar dispuesta a más que besos. Y, aunque no lo crean mis lectores más jóvenes, en 1989, las chicas sexualmente activas eran muy escasas, o muy discretas.

Mi chica (la ciega) de ese tiempo era (es) muy bella, pero era (es) un poquito más tolerante que una monja. Estaba frito. Sin embargo, debido a muchas coincidencias, que detallaré en siguientes entradas, ese año sostuve paralelamente una peligrosa, pero no por eso menos grata, relación con una chica preciosa, seis años mayor que yo, casada y con un hijo. Venus, así le decía yo.

Sin embargo, en lugar de facilitar las cosas, esta situación las empeoró. Mi chica (la ciega) se enteró del engaño. El marido adornado, también. Por eso Venus se fue a Argentina, a vivir con su mamá. Yo me quedé sin enamorada y, por eso de la solidaridad femenina, también sin amigas. Esto produjo lógicamente que me quede sin pareja de promoción.

Si no fuera por mi buen amigo Toño, yo no habría ido a esa fiesta. Con un discurso épico e inspirador me persuadió de ir con una amiga suya, una chica recontra buena gente, inteligente y, seguramente, de buenos sentimientos… pero fea. María no asustaba, ni mucho menos, pero tenía rasgos duros. Lo que más me impresionó fue el tamaño de sus enormes manos.

La fiesta fue un martirio, pero no para mí. Apenas llegamos ubiqué a María en la mesa que nos habían designado, le serví una copa de vino y no la volví a ver sino hasta las 5:30 a.m., en que acabó la fiesta. Es que, como no hay tonto sin suerte, el buen José Miguel había llevado a su prima Mabel, una chica linda a la que yo había afanado sin éxito durante ese verano. Ella fue mi tabla de salvación. Sí, no le gustaba, pero por lo menos le caía bien. Por eso, luego de saludarnos, me la llevé a bailar.

Toda esa noche la pasé con Mabel. Estuve simpático, ocurrente, entretenido, chispeante: era otro. Mabel sólo bailó conmigo y justo cuando sonaba “Cuts like a knife”, de Rocwell, nos besamos. Así se jodió todo. José Miguel, que se aburría a morir en su mesa, se paró, cogió a Mabel del brazo y le dijo nos vamos. Yo la cogí del otro y le dije se queda. Él me golpeó en la boca. Y nunca más volvimos a hablarnos.

Visiblemente molestos, Toño y la recontra buena gente María se acercaron a mí. Toño me dijo, por lo menos ten la amabilidad de dejarla en su casa, y se fue con su chica. Eran las 5:30 de la mañana y ya todos se iban. María, me preguntó con ironía que qué tal la había pasado. Yo le dije que, hasta antes del puñetazo, muy bien, gracias.

Salimos del club donde se hizo la fiesta y en el estacionamiento estaba mi papá, esperándonos. Hice subir a María en el asiento de adelante y nos fuimos a dejarla a su casa. No recuerdo nada después de echarme en el asiento de atrás. Había bailado toda la noche y además estaba grogui por el golpe de José Miguel.

Luego, con los años, aprendí a hacerle ruido a la memoria para evitar la vergüenza que estos recuerdos me producen, a amontonarlo, a desordenarlo todo, para no distinguirlo.

Sin embargo, la vida siempre se encarga de poner todo en su sitio. Veintiún años después, con 37 calendarios encima, felizmente casado y con hijos, con un buen presente profesional, me veo obligado (por la empresa) a pasar por un chequeo médico completo. Com-ple-to. Es mejor prevenir que lamentar, dicen los entendidos.

Y en eso estaba en una clínica local cuando, luego de los rayos X, las pruebas de esfuerzo físico y de sangre, me preguntan por mi edad. La digo y me indican que pase al consultorio del urólogo. Al mal paso, darle prisa, pienso. Total, todos mis amigos están pasando por lo mismo.

Cuando entro al consultorio me doy cuenta, por el cartel del escritorio, que se trataba de una uróloga. En ese momento, ella se lavaba las manos en el baño. Leí el nombre: Dra. M. Desangelada Brillante, Uróloga. Y, mientras leía esto, una enorme mano se extendió ante mis ojos, exageradamente abiertos, para saludarme.

La reconocí inmediatamente. Sí pues, María era inteligente y, pese a los años, estaba igualita. Me estrechó la mano y, casi sin mirarme, me dijo secamente, pase detrás del biombo, quítese el pantalón y la trusa, póngase la bata, luego venga e inclínese en la camilla. Así, sin pestañear.

Mientras se ponía los guantes, se sobó las manazos deleitosa y estoy seguro de que recordó mi fiesta de promoción. Incluso creo que sonrió de medio lado. Pero yo no podría asegurarlo, no. Salí de allí corriendo como un loco, seguro de que me moriré de cualquier cosa horrible, menos de un artero y poco digno cáncer a la próstata.

lunes, 10 de mayo de 2010

Todo lo que me han robado

Jamás creí que se lo fuesen a robar. No es que diera pena o que pareciera un pedazo de óxido con llantas, pero es que era tan gris, cuadradito, desprovisto de gracia, tan parecido a mí, que lo que menos se me hubiera ocurrido es que fuese una tentación para un despreciable caco. Pero pasó, me lo robaron.

Cuando salí del colegio de mis hijos ya no estaba allí, en la esquina del parque, en el cruce de “Los Ingenieros” con “Los Mecánicos”, a la vista de serenos en bicicleta, jardineros a pie y vigilantes sentados, donde lo dejé solito, indefenso, confiado en que habían otros más bonitos, más nuevos, más lujosos, cerca de él. Se llevaron a mi Sentrita, y con él, también a las últimas gotas de confianza en la bondad humana que me quedaban.

Se lo llevaron, quién sabe con qué terribles intenciones. Probablemente en este momento esté con un antifaz y placas falsas, esperando con el motor en marcha a un grupo de delincuentes que le están desgraciando la vida a alguien.

Debe estar tremendamente avergonzado, él, tan acostumbrado a tareas nobles como llevar a mis hijos al cole, a mi familia al club, a hacer las compras del “super” y a pasearnos los fines de semana. Pero, sobre todo, a llevarme a trabajar oportuna y puntualmente a cambio de algunos galones de barata gasolina de 90 octanos y su cambio de aceite cada 5,000 kilómetros. ¡Justo esta semana íbamos a comprarle llantas nuevas!

De repente ya ni esté en una sola pieza. Tal vez haya sido descuartizado para repartir su alma fiel de auto clasemediero e insuflar decencia a muchos vehículos innobles, contaminantes, violadores, asesinos de perros, gatos y viejitas lentas. Tal vez haya muerto desangrado, con las “vísceras” al aire, orgulloso de su batería, bujías y bombillas alemanas, de sus cables importados y de sus jebes enteritos y limpios.

Conociéndolo, como sólo yo lo conozco, debe haber preferido el descuartizamiento, antes que ser de utilidad a un vil atraco. No he conocido auto más cumplidor, discreto y decente que mi poderoso Nissan Sentra del 92. Nunca fallaba entre semana. Se aguantaba hasta el sábado, si es que no había otros planes apremiantes.

Tal vez lo que más le haya dolido sea que le arranquen a la mala y sin piedad lo único caro y lujoso que poseía: su equipo de sonido. Debe extrañar los deditos de Fátima o Gabriel buscando sus canciones favoritas o la poderosa y clara voz que sus parlantes le permitían tener. Ahora debe haber sólo orificios vacíos de familaridad y de calidez. Ojalá, por lo menos, le hayan dejado sus limpiaparabrisas para secar sus lágrimas azules que, como dice Fátima, lloran de abajo para arriba.

No son pocas las cosas que me han robado en la vida. Felizmente no tengo apego a mis (pocas) posesiones materiales. Las cuido y valoro cuando están. Luego, si no están, no las extraño. Pero hay cosas a las que el uso constante, la gratitud a su utilidad, o las personas que te las obsequian, les confieren ánima. Entre éstas estaba mi Sentrita, camuflado tras un loguito de Sunny.

Recuerdo un reloj que me regaló mi tío Quique, muy caro y fino para un universitario que se transportaba en buses y combis al principio de los 90´s. También recuerdo una colonia que, con mucho esfuerzo, me obsequiaron mis padres en mi cumpleaños número 14, cuando estaba internado en el colegio militar. Demasiado francesa para un “perro”.

Tampoco olvido la Mont Blanc que me obsequió mi tía Betty el día en que empecé a trabajar en periodismo y que “alguien” consideró demasiado ostentosa para un simple y oscuro practicante.

En fin, todas esas eran posesiones disonantes conmigo: costosas, finas, glamorosas, ostentosas. Mi auto no. Necesariamente había que manejarlo para saber que era un gran auto. A simple vista era sólo un carro viejo. Por eso me desconcierta tanto que se lo hayan llevado, que hayan violentado la misma puerta que tanta seguridad nos brindaba en ocasiones peligrosas y nos haya dejado tristes y sin la comodidad que pródigamente nos obsequiaba.

¿El apunte estratégico de hoy? Aquí va: he aprendido, a la fuerza, y una vez más, que el exceso de confianza es peor que la desconfianza total. La segunda te puede llevar a perder oportunidades que te permitan mejorar, crecer y liderar; pero, la primera, te puede llevar a perder incluso aquello que te permite ser quien eres.